Esta mañana he tenido un conflicto, no pequeño, con Roberto, un alumno de 2º de la ESO: enfrentamiento, desobediencia reiterada, contestaciones inapropiadas... No quiero entrar en detalles de lo que ha pasado, pero si en sus consecuencias: para él un disgusto, una llamada a su padre (que daría para un laaaargo debate) y una sanción moderada; para mí otro disgusto, pero no sólo eso.
Al final de la mañana ha venido a buscarme, como yo le pedí:
-” Bueno Roberto, tú me dirás”, le digo, y se queda un poco perplejo, pues lo que él espera es que sea yo el que hable.
-”Pues no sé, profe, que creo que antes he cometido una tontería.” dice. Parece que la cosa no empieza mal.
-”Estoy de acuerdo. ¿Y?”
No hay respuesta, sólo un encogimiento de hombres y una mirada que trasluce su pensamiento: “¿Qué querrá éste?”
Sigo esperando y sólo pasado un rato añade:
-”¿Y qué más, profe, qué más tengo que decir?”
Y aquí se ha acabado todo. Las esperanzas que yo tenía en que hiciera una reflexión seria el sólo se desvanecen. No hay disculpas, no arrepentimiento, no propósito de cambio. Al contrario, vuelve a insistir en su punto de vista y en lo absurdas que son algunas normas. Sólo haciendo yo los razonamientos que él debería haber hecho, llevándole a la reflexión que habría tenido que salir de él, hace autocrítica y me pide disculpas. Porque yo le argumento para encauzarle a ello. A empujones.
Esto me entristece mucho.
Al final de nuestra conversación le hablo de mi decepción:
-”Lo peor de todo lo que ha pasado, Roberto, es mi perdida de confianza en ti. Me esperaba que cuando vinieras a verme habrías entendido lo que hiciste mal y que pedirías disculpas por ello. Pero no ha sido así, lástima. Te tenía por un chico más razonable, más adulto.”
No me contesta, se da la vuelta lentamente y se va, no se despide...
Y aquí me deja. Con una sensación de desánimo que no me gusta.
Esto es lo peor de cuando vivo alguna situación así: el gusto amargo que se me queda pegado, la desilusión que me invade llenándome de dudas.
Pasará.